En esas luces mi piel
Al entrar mis ojos se perdían en el polvo que dejaban caer los abrazos en los sacos
apolillados de los tíos mientras las mujeres rodeaban a la abuela. Estaba velando a su negro viejo con sus motitas blancas. El velatorio era en la casa donde los domingos almorzábamos pastas con tuco. La mesa había sido ocupada por una caja de madera hecha de apuro. Entre vivos sabores de laurel estaba el abuelo Hugo. Murió en sus tiendas, aunque sabíamos, que no le gustaba estar entre esas flores. ¡Eran un asco!
El primo Markitos repetía que, cuando fuese grande, sería el mejor repique, mientras movía los dedos sobre un taurete. También nos dijo que se había dado cuenta de que el abuelo estaba quieto, solo, si lo mirábamos.
Éramos una familia grande. El abuelo nos contó que la bisabuela había sido esclavizada y que andábamos por la vida con un apellido que no era el nuestro.
En el patio recordaban el día que había hecho un asado utilizando, como brasa, un poste de luz. Lo colocó horizontal y lo iba corriendo a medida que se quemaba mientras festejaba que había leña para rato. Cerca del medio tanque, con restos de carbón, estaba el limonero, sagrado para él, también, tenía la Espada de San Jorge ubicada en la puerta de entrada a la cocina y medio flacucha, perdida en el patio, la Planta del dólar.
La abuela era una mujer introvertida. Había forjado su niñez con unos patrones muy severos y antojadizos, donde sus padres habían sido los caseros de toda la vida, pero ella se casó y se fue. Ese modo, reservado, era una manera de sobrevivir porque era difícil servir en un mundo de punta en blanco... En cambio, el abuelo era musical, decía que si estábamos tristes escuchásemos música. Siempre andaba tarareando un candombe.
Le dije a Markitos que me acompañara con un ritmo, que tocó en la mesada de la cocina, porque iba a cantar un tanguito. Tanguito, que me había dicho el abuelo Hugo, que entonaba el bisabuelo en los carnavales:
"En esas luces voy yendo
en esas luces mi piel
camino y me voy diciendo
quien vive solo para él
su almita vive sufriendo."
Una vecina, a la que llamábamos "la pulguita", nos decía que éramos unos atrevidos y que nos portásemos bien para que Don Hugo fuera al cielo en paz. A nosotros no nos gustaba nada que fuera al cielo. Nos sonaba a una frase repetida, casi sin gracia.
Aceptarla era como decir que perdimos una pantalla de un juego porque el wifi se
desconectó.
El abuelo era pasión pura, para él era más interesante pintar una pancarta, o escuchar a Pedrito Ferreira que estar en ese gran espacio del firmamento. ¡Figúrense! Era selecto para la amistad, no lo imaginamos con un grupo de angelitos desconocidos mirando al zenit. Esa actitud le fastidiaría porque opinaba que cuando uno hablaba tenía que mirar a los ojos.
De repente Markitos gritó: ¿oyeron? Y se sintió: ¡Dejen de llevar los limones! Saltaron de bolsos, bolsillo y chaquetas. Rodaron por el piso. Todos miramos al cajón y estaba con los ojos cerrados. Nos quedamos tranquilos, porque nos parecía sentirlo diciéndonos que no nos complicáramos y que deberíamos tener más humor. Ahí, te daba una perorata sobre Julio E. Suárez. Recuerdo que nos dio un papel amarillento escrito de su puño y letra guardado como un billete donde se leía: lo que pasa con un humorista es que, vive fuera de los convencionalismos... Y lo volvió a doblar, diciéndonos que teníamos que comer y que, el final, lo leeríamos otro día.
Llegaba el tiempo despedirnos, nos tropezamos al bajar los escalones con un aroma a crisantemos en el fondo de las fosas nasales. Fue un quilombo. Me palpitaban las palabras. Volví para atrás. Busqué la billetera del abuelo que estaba en la mesa de luz y nos fuimos junto a la abuela. Envuelta en sonidos, leí la notita que terminaba “aquella frase”... el humorista ve las cosas en paños menores aún en los momentos de mayor dramatismo.
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