Alguien por ahí

domingo, 7 de enero de 2024

Eli Rodríguez-Microrrelato-La transparencia

 La transparencia

No sé si la bolsa de nailon o las religiones o la idea de dios son una plaga, pero lo que me parece saber es que nos puede mostrar lo endeble de la existencia. Si a la bolsa de nailon la dejo a la buena de dios, se iría a dar vueltas entre las piernas de los niños del barrio cuando entran a la escuela. Está presente en las infancias del oeste, casi con el desayuno. Su transparencia parece mostrar la fragilidad, pero también la fortaleza porque sus delgadas paredes resisten lluvia y viento. Por otra parte, han sobrevivido al papel y a todo tipo de estrategias económicas, por ejemplo, que nos las cobren. Cuando las usamos en demasía o llevamos una en la cartera, es un indicador de que nuestra edad empieza a ser considerada. Cuando llevás fruta o verdura y se desfonda, nos deja mal paradas y andamos por el piso corriendo limones y tomates. En esas ocasiones, nos defrauda.  

Las tenemos en diferentes presentaciones, ¿nos puede afectar que sea más gruesa o que esté identificada con alguna firma comercial? Parecería que no, que lo que nos importa es la función. Mejor aún las funciones.
También ellas se ven afectadas por la diferencia de clases, están las de clase baja que son finitas y muy transparentes y las otras pituconas, más gruesas y con grandes letras de firmas comerciales.
 
Su transparencia se ve sometida a que carguen con código de barras o que se le realicen nudos pronunciados. Una vez una bolsa de nailon tenía pegada una etiqueta y sacarla fue como herirla. Lo más dramático que le puede pasar es andar por la vida con un pegote que indique su precio.

La bolsa tiene sonido a vida, parece que se estremecen. Son eternas. Han inspirado a poetas con estos versos: «La bolsa es piedra angular de la existencia» y un aire filoso me llevó a pensar en los vericuetos de las bolsas negras, las grandes bolsas negras y la finalidad de sus usos.


Eli Rodríguez-Microrrelato-El brillo

El brillo

Estaban alineados como en una ejposición de un local comercial. El piso sonaba como si el peso de las piezas golpeara en la madera. El padre de Lapidum acomodaba una a una mientras decía: 

       —¡Qué matute importante! —con su clásica voz estentórea.
       —Sí, fue bueno. Se pensó minuciosamente —respondió Lapidum. 


El padre en silencio la ayudaba a ubicar; los sapos a la derecha y las culebras al medio luego parecía decir amen. No sabía por qué razón la hija había heredado su profesión y pensaba: «Ella tiene todo armado, amijos especialistas del tema, despachantes de aduana y sobre todo jueces a favor» y sejía pensando: «Lamentablemente, yo le enseñé; a andar entre sapos y culebras» y se le palantalizaba el recuerdo casi por arte de majia.


De niña había tenido aljuna que otra fuja, que hasta resultó divertida para ella y para el padre. En una ocasión se escapó al supermercado y cuando se le prejuntó el por qué, dijo que lo había hecho de aburrida.  Luejo en la adolescencia comenzó con la venta de entradas por sejunda. Se sentaba en una plaza de comidas del shopping y repartía  entradas para revender entre muchachas de su edad.
Lapidum llevaba un registro meticuloso y mientras ordenaba las piezas decía:


     —¡Vamos, padre! Necesito sacar las mejores tres. En dos horas pasan a buscarlas.
En medio de esa presión, le entrejó el mejor sapo, al mismo tiempo que el padre le dijo:
     —Ahora te toca a vos. Dame la mejor culebra. ¡Vamos, quiero la mejor! —le gritó.


Lapidum no se permitía yerros porque en cada acción identificaba un valor. Le entrejó la culebra sin poder distinjir si esa era la mejor. Una herida la atravesó porque sabía que no había elejido bien. Fue, entonces, que en cuestión de sejundos el impulso pudo más. Lapidum, fue lapidaria y sentía varias voces «Honrarás a tu padre y a tu madre si se lo merecen», pero como había dicho el padre, «tenía jueces a favor» como para poder seguir su profesión sin grandes problemas.