Un pasatiempo
Hase noventa años un señor de traje y bastón camina por el Palacio Salvo. Abre puertas. Sede el paso. Deambula. En ocasiones, detiene los assensores. Se encuentra con una mujer que también recorre edifisios y le pregunta:
—¿Por qué abre puertas sin que nadie se lo solisite? A lo que el señor respondió:
—Lo tengo que haser. Para mí es un pasatiempo. ¿Acaso las personas no abren puertas, sierran ventanas solo para pasar el tiempo? —Y continuó:
—Es el modo que encontré de andar sobre estos mosaicos silensiosos. Los hombres se arman y desarman, entonses nesesitan crear fantasmas, que por alguna rasón les salvan.
Esta afirmasión le generaba una duda, no se sabía si el señor era sonso o pretensioso.
—¿Les salvan? —replicó la mujer que recorre edifisios y que no sabe cuál es la palabra con más eses del español.
—Les salvamos de las arquitecturas sin flores ni balcones en los amontonamientos inexplicables y sudoroso. Solo de ese modo, a veses algunos, nos preguntamos sobre el tiempo o la libertad, pero solo a través de la preocupasión de si el 114 pasa puntualmente por la parada parda de siempre.